19 de enero de 2010

Cuento sin nombre (1)


Cuando pequeños, nos reuníamos después de la escuela en la casa de Tania. Ella siempre lo tuvo todo. Sus padres eran personas especiales. Su mamá adoraba tener visitas en casa, pero su papá, en cambio, prefería ocultarse en el sótano y trabajar en proyectos de los que nadie nunca supo su naturaleza. Sin embargo, todos los días tenía un regalo diferente para Tania.
Luego de muchos años, ella llamó un día a mi casa. Con tono misterioso me invitó a pasar por la suya. Noté cierto encierro en su voz, como si los años le hubieran apagado la luz.
En la puerta de la casa encontré a otra antigua amiga, quien también estaba extrañada por la repentina invitación. No había cambiado mucho el exterior, por dentro, al contrario, era todo diferente. Recuerdo que tenían una amplia sala donde siempre había gente compartiendo, pero ésta vez, la mucama que abrió la puerta nos condujo por un estrecho pasillo, hasta dar con una minúscula puerta. Era una reunión pequeña en un cuarto angosto; se bebía té a la noche. Los comensales hablaban en voz baja y el sonido prevalente era de los pocillos al tocar los platos. Una moza entró con una gran torta de chocolate y la colocó en la ventana, por la que pude ver unos cuantos niños jugando en el jardín. El bizcocho llamaba la atención, pero nadie parecía notarlo, sólo un pájaro lo sobrevolaba. Todavía no había visto a Tania, pero la situación empezaba a darme escalofríos. Todo a mí alrededor parecía sacado de un cuento de hadas y brujas.
Los niños en el jardín jugaban a tomar el té, pero en ellos no había felicidad, no tenían esa audacia infantil que los caracteriza. Parecían, más bien, adultos en cuerpos pequeños. El jardín estaba poco iluminado y había una leve neblina en el ambiente. Un cuervo les tironeaba el pelo a las niñas y hundía el pico en las tazas, pero ellas no se veían sorprendidas. Los niños, sentados en el pasto en un pequeño círculo, jugaban con algo que parecía un animal. La interacción se daba por gestos y los diálogos se limitaban a gemidos.
El murmullo de la sala volvió mi atención; entonces la vi. Estaba vestida con un elegante vestido de encajes negro, que tapaba sus tobillos y sus brazos. Su cabello estaba recogido en un moño alto y unas plumas pequeñas salían del peinado. Su piel estaba pálida, casi desvanecida, y su mirada parecía ausente. Nadie en el salón percibía su presencia, era como un ente observando desde la esquina. Esperé nerviosa a que hiciera algún gesto para acercarme, pero ella permaneció inmóvil. Miré por la ventana y no vi a los niños, sólo el cuervo seguía jugueteando con el juego de té. Volví la atención a la sala y ya no estaba. Busqué con la mirada por toda la habitación, pero no la encontré. Tres personas sentadas en un sillón dieron vuelta y me miraron fijamente. No entendía porqué lo hacían, pero me sentía tan incómoda que decidí abandonar la reunión. Di media vuelta y allí estaba ella, observándome. Mi corazón comenzó a palpitar con más fuerza, mis manos sudaban sin detención y mis muslos temblaban de debilidad. Quedé inmóvil por un par de segundos, pero luego hice un gesto para irme. Ella señaló una puerta pequeña de la habitación y me dijo:
—Todavía no es hora. Ve.
Viré lentamente para ver lo que señalaba. Al ver la puerta intenté decirle que ya era hora de irme, pero ella, una vez más, se había ido.
Las tres personas del sillón seguían con la  mirada clavada en mí, como vigilando que no escapara. Caminé dos pasos hacia la puerta pequeña y eché un vistazo de reojo. Ellos seguían observándome. Continué caminando y vi que la puerta estaba entreabierta. De adentro provenía una gran luz amarilla. Empujé un poco y el escenario era totalmente diferente. Había gente hablando y tomando de grandes copas de vino. Unas señoras lloraban a carcajadas, al tiempo que otros intentaban tocarles los pechos. Había un niño desnudo llorando en una esquina, pero ellos no se ocupaban de él, cantaban y reían. El salón era un poco más amplio que el anterior y mucho más iluminado.
De repente, un sonido estrepitoso congeló las sonrisas. Nadie se movía esperando conocer el origen de tan espantoso ruido. La gente se miraba sin decir palabra. El niño seguía llorando en aquella esquina. La luz comenzó a titilar. La puerta por donde había entrado se abría lentamente. Todos observábamos inmóviles.

1 comentario:

Carolina devia dijo...

Me encantó lo que leí!! Hace mucho tiempo no veía tan buen nivel de redacción y de entretenimiento en una lectura... Te felicito y por favor te ruego nunca dejes de escribir!

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